La abadía del Rojo FulgorPágina 1
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La abadía del Rojo Fulgor

Cuento de caballerías

Después de muchos días de viaje por sierras y llanuras, por cimas y quebradas, por bosques, yermos y riberas, el caballero Bardoleán de Tánderos arriba a un valle feraz, cuya sola visión le deleita el ánimo grandemente. Refrenando a Cabulet, su fiel corcel, compañero de tantas aventuras, se dedica a admirar las huertas bien cultivadas, los árboles vencidos por el peso de la fruta, los campos de cereal que ondean con la brisa y el trabajo sosegado de los labriegos, que al verle pasar le saludan con alegres ademanes. Mientras de esta manera toma solaz, descubre la hermosa mansión de un hidalgo en la linde de un bosque de abetos inmensos, y hacia allí se encamina sin tardanza, pues bien a las claras se manifiesta la condición próspera y liberal de los naturales de la tierra, que no negarán su hospitalidad a un andante caballero llegado de tan lejos.

El hidalgo sale a recibirle a la puerta en compañía de su esposa y cinco hijas. Aunque no le ahorran atenciones, hablan muy poco y quedamente, como si algún temor oculto les inquietase, o como si padecieran una gran pena por la muerte de un familiar. Cuando acaban de cenar la señora y sus hijas se retiran entre suspiros antes de lo que conviene para honrar a un huésped, y el caballero se queda a solas con el dueño de la casa. Bardoleán se siente movido a compasión por la tristeza que impregna sus nobles facciones, y como nada dice, se resuelve finalmente a interrogarle sobre su aflicción, y añade que, si remedio hubiere, él tratará de hallarlo. Y esto le responde el hidalgo:

—Mucho os agradezco vuestras palabras y el ofrecimiento tan generoso que me hacéis, pero dudo que podáis aligerar ni en parte pequeña la congoja que pesa sobre nuestros corazones. Dicen, y dicen bien, que de todas las desgracias que pueden sobrevenirle al hombre únicamente la muerte no tiene reparación; pero lo que nos aflige, sin ser muerte es como si lo fuese, y carece de remedio porque deriva de causa ajena al orden natural de las cosas.

»Tenéis que saber que mi descendencia no se agota en estas cinco doncellas que acabáis de ver, pues mi esposa diome también un hijo varón hace quince años, cuando yo ya tenía por seguro que los derechos y el nombre de mi linaje habrían de morir conmigo. Desde que era un tierno rapaz fuile enseñando todo lo que se precisa para gobernar derechamente una hacienda, y al cabo decidí enviarle a una abadía no muy alejada de este lugar, con el fin de que aprendiese las letras humanas y la ciencia de las cosas de Dios. Durante los primeros meses de su estancia con los monjes, Elino, que tal es el nombre de mi hijo, nos visitaba a menudo, y en esas ocasiones hablaba con placer de todo lo novedoso que allí había conocido, de la vida del monasterio y de sus compañeros, y bien se echaba de ver la afición que tenía a los estudios, y cuan grande era su listeza, y en qué medida poco habitual en los muchachos de su edad se le desarrollaba el juicio. Pero pronto empezaron nuestras amarguras, porque Elino, sin que pudiéramos adivinar las razones, fue espaciando y acortando sus visitas, y lo que es peor, él mismo se volvió caviloso y melancólico y se le agrió el carácter, y a nuestras ansiosas demandas no respondía cosa alguna que nos aportase consuelo.

»La pasada semana, señor, se cumplieron siete meses desde que estuvo por última vez con nosotros, y en todo ese tiempo no hemos sabido nada de Elino, pues ni contesta a nuestras cartas ni nos dan noticia de él en la abadía. Los monjes no responden a quien los requiere si no es con desabrimiento y enojo; en balde yo mismo he rogado y he amenazado para que me permitieran conversar con mi hijo, o para que me hicieran saber al menos si se hallaba postrado en el lecho con morbo fatal, o muerto quizás, y en la tumba; y todo, todo ha sido inútil, y de vacío he debido volverme, mas sospechando cosas terribles.

»Por fin, las pocas esperanzas que aún mantenía se han desvanecido como el humo cuando he sabido que un misterio similar pesa sobre la suerte de los otros pobladores de aquella casa, que ni se dejan ver ni se les oye, si no es para ahuyentar a los que acuden a sus puertas. Y en el país ya es fama que un encantamiento los tiene allí encerrados de por vida, pues algunos explican que, al pasar por allí cerca, unos a la luz del día y otros al ocaso o en plena noche, han visto cómo de súbito y sin causa aparente se alzaba al cielo, con un fragor ensordecedor, un cerco de grandes llamas que ocultaba el edificio hasta que, al poco rato, las llamas se apagaban y el ruido cesaba y todo regresaba a su estado natural, sin que se observase humareda ni pared ahumada ni madera quemada ni brasa ni ceniza, todo intacto y frío y entero como antes del estallido. Y por tal razón, temida y evitada por las gentes, ha dado en conocerse aquella abadía como la del Rojo Fulgor.

Bardoleán se maravilla sobremanera con la historia del hidalgo, y le promete inquirir lo que sucede en el monasterio y hacer todo lo que esté en su mano para devolverle al hijo sano y salvo. Y dicho esto los dos hombres se retiran a dormir.

A la mañana siguiente, después de renovar su promesa a los cuitados padres, Bardoleán monta a Cabulet y emprende la ruta de la abadía, a cuyas puertas llega con el sol ya bien alto. El caballero se aproxima al gran portalón y llama con voz poderosa a los de adentro, pero nadie comparece; insiste dos, tres veces, y al cabo se escucha un ruido y se abre un ventanuco en un lado de la puerta.

—¿Quién osa turbar nuestro retiramiento? ¿Qué es este escándalo? ¿Qué ocurre? —clama una voz.

—Dejadme pasar y ver al joven Elino, que se hospeda en vuestra casa —responde Bardoleán.

—Ignoro quién sois, pero aunque lo supiese no os abriría, porque es contrario a nuestras normas —dice el otro.

—Pues entonces traedme aquí a Elino para que pueda hablar con él.

—Tampoco en esto puedo satisfaceros.

—Decidme al menos si está bien, y hacedle llegar el mensaje que os transmitiré seguidamente.

—Señor, el abad no lo permitiría.

—Señor —se impacienta Bardoleán—, habéis de saber que el padre del muchacho me envía a fin de obtener noticias suyas, que ya hace demasiado tiempo que le faltan. Os exijo que me atendáis, pues en ello le va la vida.

—No insistáis. Me es de todo punto imposible acceder a vuestras demandas.

—Seáis quien seáis, fraile, truhán o demonio, pues no acierto a distinguir vuestras facciones: os ordeno que me dejéis paso franco o derribaré la puerta sobre vuestras espaldas, por mi vida.

—Otros lo han intentado antes que vos. ¡Id en buena hora!

Bardoleán monta en cólera y grita insultos y amenazas y se precipita contra la puerta, una y otra vez, tratando de forzarla, pero aquel maldito tenía razón: ni con un ariete habría conseguido echarla abajo. Así es que al cabo de un rato de esforzarse inútilmente opta por retirarse y aguardar a que oscurezca.

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