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La abadía del Rojo FulgorPágina 4
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Tras ponerle al corriente de todo en pocas palabras, Bardoleán le apremia para que se disponga a cabalgar de retorno con los suyos, que ya deben de impacientarse esperándoles. Y no poca sorpresa obtiene de la respuesta del mozo:

—Señor —dice—, ¿por qué pensáis que habría de venir con vos? Excusadme, pero no saldré de la abadía.

—Ya lo veis —sonríe el abad—. Nada podrá apartar a estos muchachos del camino que han elegido libremente, con la ayuda de Dios Nuestro Señor. Volved sobre vuestros pasos, os lo ruego, señor Bardoleán. Los padres de Elino conocerán por vos que su hijo está bien; decidles de mi parte que no tienen motivo de tristeza, sino de gozo, porque si el mundo ha perdido a Elino, el Cielo ha ganado a Elino y Elino ha ganado el Cielo.

—Callad, no hablo con vos —se enfurece Bardoleán—. Mozo, por la obediencia que debes a tu padre, por el amor de tu madre y de tus hermanas, por la prosperidad de tu casa y por la perpetuación de tu linaje, te conviene venir conmigo.

—Señor, esta es mi casa, aquí tengo a mis padres y a mis hermanos, mi linaje es el de los siervos de Jesucristo. No insistáis, que no os acompañaré.

Bardoleán le coge del brazo y lo arrastra hacia la puerta.

—Eres un mozalbete lunático. ¡Vendrás, por mi vida que vendrás!

—¡Socorredme! —grita Elino. El abad y el otro monje se adelantan para ayudarle, pero Bardoleán, espada en mano, les obliga a refugiarse detrás de la cama—. Matadme, señor —se echa a llorar el mozo—, pues prefiero morir antes que dejar la abadía.

El caballero, conmovido, lo suelta.

—¡Oh seres perversos, expertos en confundir las mentes con parloteos fantásticos y en doblegar las voluntades con ayunos y falsas promesas! —espeta a los monjes—. ¿Qué le habéis hecho a Elino? ¿Qué le habéis hecho, desvergonzados, bribones, demonios?

De repente suenan unos golpes en la puerta, y una voz asustada pregunta qué escándalo es ese, y si urge ayuda.

—Señor, considerad lo que vais a hacer —dice el abad—, pues los hermanos se han despertado y acuden para auxiliarnos. Renunciad a vuestro propósito antes de que sobrevengan males mayores.

—¿Quiénes son esos? —clama Bardoleán señalando hacia la puerta—. ¿Monjes, chiquillos? ¡Dejad que me ría! ¿He salido victorioso de tantas batallas y de tantos combates singulares para que me detenga una pandilla de medio hombres? A ciento cincuenta guerreros armados hasta los dientes he derribado al pie del castillo de Sabárdrabo, donde el conde Lédor escondía a su hija Muriel, mi amada, ¿y no he de salirme ahora con la mía? ¿Queréis saber cuántos pedazos hice del cuerpo del enano Burguno, que con sus artes mágicas había hechizado a mis paisanos, sometiéndoles a una rara languidez que les consumía poco a poco hasta la muerte? ¿O quizás preferiríais escuchar cómo despeñé al águila Rauson, grande como un caballo, que el duque de Sempetro había amaestrado para que se apoderase del rey mi señor, Fidrin el Cejafiera? ¡Basta! Me voy y me llevo a Elino, y si alguno de vosotros intenta impedírmelo catará en sus carnes el sabor de mi acero. Abad, salid y ordenadles que me dejen franco el paso.

Bardoleán, esgrimiendo la espada y agarrando fuertemente a Elino con la otra mano, espera que el abad abra la puerta. Los monjes y los estudiantes, que entretanto se han congregado en el pasillo, se llenan de pavor al descubrir a la formidable figura y retroceden apresuradamente.

—¡Fuera, que amenaza con matarnos! —grita el abad—. ¡Apartaos, apartaos!

—¿Qué sucede, abad? ¿Quién es este? ¿Es un ladrón? ¿Qué hace aquí Elino? ¿Estáis heridos? ¡Virgen Santísima! —exclaman los otros.

—El caballero ha venido a llevarse al mozo, y lo hará aunque nos opongamos. Hermanos, tened calma y permitid que se vaya.

—Eso mismo —dice Bardoleán—. Tened calma y no os mováis de aquí hasta que hayamos traspasado los muros. Que nos acompañe tan solo el portero. ¿Dónde estáis, portero, el más cortés de los hombres? Ahora sí que me abriréis, según me parece.

—Hermano Lusconi, ya habéis oído al caballero —se dirige el abad a un hombrecillo con la cara marcada de viruelas—. Id con él y entregadle las llaves.

—Padre, no me pidáis tal cosa, que temo por mi vida —contesta el interpelado tratando de ocultarse detrás de sus compañeros—. Pues le eché una vez y sin duda querrá vengarse. Tened piedad, señor.

—No haréis nada de eso, ¿verdad, caballero? Mirad que el hermano Lusconi obró como lo hizo tan solo porque lo tenía mandado, y además ya habéis obtenido lo que pretendíais. Juradme que respetaréis en todo a su persona.

—No se me alcanza por qué habría de haceros ni menos aun cumpliros ningún juramento, pero será como pedís. Ahora ya solo me resta partir cuanto antes mejor. En nada me aprovecharía aumentar vuestro duelo con venganzas excesivas, y no obstante, ¡mal rayo!, me pesa dejar a esta desagradable persona sin el castigo que merece. Hala, monje, pasad adelante y conducidnos a la salida, y no temáis, que no recibiréis ningún daño de mí. Y vosotros, señores, meteos de nuevo en la cama y olvidadme como yo confío olvidarme en seguida de todos; con gusto me llevaría también al resto de los estudiantes, pero ya voy servido; otros serán los encargados de reclamároslos.

Y dicho esto enfila el corredor sin soltar a Elino ni tampoco la espada, pues ha aprendido a recelar de los que aparentan debilidad, que mientras inclinan la cabeza cavilan cómo devolver los golpes que reciben, y lloran y se lamentan y piden compasión para ablandar los corazones de sus enemigos y distraer su vigilancia. Y bien que hace, como se verá muy pronto.

Volviéndose de vez en cuando para asegurarse de que nadie le sigue, Bardoleán se deja guiar por el monje hasta el patio del monasterio. Lusconi abre el portalón, y al punto echa a correr y se refugia en un cobertizo que hay adosado al muro.

—Ahora ya podéis salir, mal caballero —le oye gritar desde dentro del cobertizo—, y que se os lleven todos los diablos.

—Ah, el cobarde, y cómo se atreve todavía a escarnecerme —dice Bardoleán—. Pero, a fin de cuentas, que haga lo que le dé la gana. Venga, zagal, partámonos de aquí.

Y arrastra hacia la puerta a Elino, quien, presa del pánico, llora y se agarra de la ropa y los brazos del caballero tratando de resistirse. Bardoleán consigue desprenderse del muchacho y le da un fuerte empujón que lo envía al mismo umbral; y en ese momento se levanta al cielo una llamarada más alta que el campanario de la abadía y se escucha un ruido ensordecedor, como si una montaña entera se les desplomase encima, y una gran fuerza rechaza a Elino, que sale despedido hacia el centro del patio, derriba a Bardoleán y cae por fin, dando tumbos, entre unos macizos de boj.

Maldiciendo su suerte y a todos los santos del mundo, Bardoleán va a incorporarse para recobrar la espada, que le ha saltado de la mano con la sacudida, cuando avista de reojo una sombra que se le acerca. Rueda veloz a un lado, y es justo a tiempo, porque ya las cuatro puntas de hierro de una horca se clavan en tierra a un palmo de su cabeza. Quien le ataca es Lusconi, el muy traidor. El monje alza de nuevo la horca, pero Bardoleán, afirmándose sobre los codos, le arrea en plena cara una coz poderosa que le deja sin sentido. Se levanta, empuña la espada, y antes de que el monje tenga tiempo de volver en sí, la descarga con todas sus fuerzas en el rostro marcado de viruelas, que se parte en dos como una nuez.

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