La abadía del Rojo FulgorPágina 3
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»Después de aquel día, señor, otros dos hermanos que querían salir de la casa se vieron igualmente acometidos por el portento, cuyo significado se nos reveló muy pronto por boca del más viejo de los monjes, Berión, que cabe mi celda tiene la suya. Y es que una noche tuvo un sueño donde aparecía un fulgor escarlata vivísimo, pero en lugar del retumbo que acompaña al de verdad escuchó el clamor de una voz que le anunciaba: “Berión, Berión, esta barrera he levantado para preservar del mundo y sus asechanzas a los hombres de virtud perfecta. Premio es para su devoción y señal de que ha sido aceptado su sacrificio; la ofrenda de su retiro arderá en este fuego como en ara bíblica. Berión, Berión, esto he dispuesto para aquellos que reniegan del mundo y de sus pompas, mis hijos predilectos…”

»Cuando Berión vino a enterarme de su sueño, me sentí transportado de gozo, convoqué a la comunidad de inmediato, les hice sabedores de lo que había y dispuse la celebración de un oficio solemne para agradecer a Dios su bondad infinita. Entonces, para estupor nuestro, Simundo nos informó de que, aquella misma madrugada, cierto novicio atolondrado que le ayuda en la cocina, mientras perseguía un pollo que no se quería dejar degollar, había atravesado el muro por el portillo que da al arroyo sin encontrar obstáculo alguno. Atribuí el hecho a la misericordia divina, que se compadece de los humildes y de sus pequeñas cuitas diarias, y sin pensar más en ello nos fuimos al oficio. Pero a los pocos días el mayordomo, el hermano Severustio, cuando acudía a hacerse cargo de un envío de harina a la puerta principal, tropezó violentamente en un pedrusco y se precipitó afuera sin pretenderlo, y tampoco ahora sucedió nada. Nos sobrecogió entonces un miedo mayor que el que nos causaba el portento, pues dimos en pensar que, si la barrera fulgurante era premio y protección para los hombres de virtud perfecta, según las palabras que Berión escuchara, no todos en la abadía parecían dignos de ese título; y el resultado fue que en adelante cada uno de nosotros se libró a una estricta vigilancia de su persona para evitar que, debido a cualquier distracción como aquellas, Dios pronunciase un juicio desfavorable sobre su conducta y que los otros lo conociesen.

»Aquel mismo día tapiamos todas las aberturas del muro exterior, clausuramos con aldabas y candados el gran portalón y, en fin, nuestra reclusión se hizo general y absoluta. Y, sobre todo, comenzamos a rivalizar en piedad para asegurarnos de que, si cualquier circunstancia imprevista nos ponía al cabo en el trance de atravesar las puertas, la pared de fuego creciera ante nosotros y se desatase el escándalo sonoro como ante aquellos cuatro o cinco hermanos que ya venerábamos como a los santos del Señor; y estos también, para conjurar el peligro del pecado y no hallarse algún día privados de la gracia del prodigio, se dedicaban con más ardor que nunca a sus plegarias y mortificaciones. He aquí que habíamos empezado temiendo que estallase el portento, y acabamos temiendo mucho más que no estallase; por tal razón os dije que opera hasta cuando no opera.

»Finalmente, con toda esta prisión y esta tensión y esta vigilia, y este observarnos de reojo, y este miedo constante, se nos ha avinagrado el ánimo, y hay quien comienza ya a sentirse trastornado, y le oímos hablar a solas por los corredores y golpear por las noches las paredes de su celda, y se le ve en la galería y en las torres oteando el horizonte y respirando a bocanadas como si se ahogase; pero todo lo soportamos, señor, y todo lo soportaremos por el bien de nuestras almas y por la gloria futura, pese a quien pese, amén.

»En cuanto a los estudiantes que estaban en la casa, aquí continúan, consumidos por nuestro mismo afán, y meditan y oran y se aplican a los sagrados deberes como cualquiera de nosotros. Y nada me resta por deciros, señor Bardoleán, excepto que ni Elino ni los otros saldrán de la abadía, con rojo fulgor o sin él, pues tal es su voluntad y su fe indestructible.

Calla el monje y Bardoleán se queda pensativo, pues cosa inaudita y desaforada le parece esa. Por un momento duda sobre la conveniencia de llevarse a Elino, ya que se le representa el espanto y el molimiento que le sobrevendría si el muro de fuego se alzase cuando fueran a salir del monasterio, que hasta tal punto puede ya ser santo el mozo. Pero enseguida ataja estas cavilaciones.

—Señor —anuncia—, yo he hecho una promesa y la tengo que cumplir. Vos suponéis que Elino es santo, y sin duda es mucho suponer, porque los jóvenes son de natural ansiosos y excitables y la sangre les bulle en las venas con más ardor que el de vuestra muralla, que entiendo que no es muy cálida, pues vos mismo habéis dicho que no deja chamusquina. Por ello, señor abad, os propongo un trato. Entregadme al mozo y permitid que me acompañe hasta las puertas. Si se desata el resplandor yo renunciaré a llevarle conmigo —otra cosa sería locura—, y partiré para informar del hecho a sus padres; eso sí, encareciéndoles que no desesperen, porque la santidad no es en absoluto un camino sin retorno, a lo que se me alcanza. Pero en caso contrario, ni vos ni nadie podrá obligar a Elino a permanecer aquí una sola hora más.

—Oídme, señor Bardoleán —replica el abad—. De ninguna de las maneras accederé a vuestra demanda. Los mozos que están con nosotros acaso sean santos o acaso no lo sean; pero si no lo son, se esfuerzan por conquistar esa condición algún día, y no pienso permitir que echéis a perder su glorificación futura. No tentéis a Dios, caballero; desistid de vuestro proyecto, que no me extrañaría ver que esta vez se alza una muralla de fuego verdadero para consumiros en castigo por vuestra osadía.

—Oídme vos ahora, abad —dice Bardoleán llevando la mano al pomo de la espada—. Aceptaréis mis condiciones de grado o por fuerza. Si Dios me castiga es asunto mío, y me figuro que querréis tener salud para presenciarlo. Acabemos, señor; enviad a este hermano a buscar a Elino, o daos por muerto.

El abad no duda de que el caballero cumplirá su amenaza, tan feroz es su gesto y tan decidida su mirada. Temblando de pies a cabeza ordena a su compañero que suba al dormitorio de los estudiantes, despierte a Elino, lo haga vestir y le traiga allí a toda prisa.

Muy impresionado queda Bardoleán cuando el mozo se presenta en la celda, porque es esbelto, bello de rostro y de ademán agradable, bien diferente de como lo había imaginado. Elino se detiene en el umbral y contempla ora al abad, ora a Bardoleán, quien se dice que es intolerable que una criatura tan gentil languidezca tristemente en una prisión como esa. Y se reafirma en el propósito de restituir a Elino al mundo, en donde no habrán de faltarle las diversiones y los placeres que un joven precisa para vivir tanto como el aire; ni tampoco, por cierto, las dificultades y las penas inherentes a su tierna edad, a las que deberá enfrentarse abiertamente si quiere que su corazón gane temple y se avive su inteligencia, cosa de todo punto imposible si permanece en la abadía.

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